EL PASEADOR

Cuento

Botines rechinadores golpeando el asfalto descabellado, larguiruchos brazos tejiendo los olores que deja el viento, una chaqueta paseadora arremangada, ¡Excelsa cuerina, no dejará que el calor haga que se pierda entre la sombra de su ondeo masculino! Así, señores, ¡Nadie se pierde de su inconmensurable fermosura!
Caminando al ritmo del arrebol y de sus canciones paseadorikificas, caminando hacia las fronteras de la noche, o hacia las grandes puertas del infierno, eso nunca se sabe, señores.

Contó 282 pasos desde las resbalosas baldosas de su casa. Se detuvo. “12 pasos más hacia el norte y llegaré a la esquina.”
Se palpó el torso. Pensó en el exquisito cuero. “Magno como el mismo cuero puro de un toro. Si la viera, yo, de seguro me vislumbraría”.
Sentía que llovía sol, algo extraño para ser de tarde, y sus manos las mantenía en los bolsillos, ardiendo como una pira. “Hermoso”.
Reanudando el movimiento de sus piernas, y el aleteo de sus cabellos, contó 6 pasos al norte. Vibraba una campanilla, lin lin, por sobre una puerta abriéndose crujientemente.

-	Hola – dijo una señora
-	Hola – devolvió el buen saludo, el que caminaba. 

Reconocía esa voz. Es menester reconocer la voz de alguien antes de saludar.
Cosquillearon sus manos. La cordillera de la nariz, el oleaje de su cara golpeada por la autentica muerte que se plasmaba en su rostro, labios secos y, lo mas importante, el contundente calor de la nariz que recibe a todo dedo curioso. “Esa señora era muy vieja la última vez, aún debería serlo, no necesito renovar ese recuerdo” “¿Cómo seré yo?” pensó.
Siguió su camino dejando a la vieja muy vieja seguir su recorrido hasta los pies de Caronte. Se fue arrastrando las pantuflas de salir a comprar.
Dio 3 pasos más. El anochecer que se acercaba incoloro comenzaba a aullar su suspiro, como si de un muerto con pulmones de acero se tratase. Volvió las mangas a su posición original. No sabía si había alguien por la calle, supuso que no, pero, si lo hubiera, quedarían boquiabiertos.
Las estrellas observaban desde sus ventajosas posiciones en los arrabales de la galaxia. No las veía, las sentía, sentía sus vibraciones de energía, sabía que tratabase de la noche que ya estaba en su trono de vigilador.
La vara de la realidad ,que sustituía a sus ojos, confrontaba la afinidad de su tacto, pegado a sus yemas y vacilando, aquí y allá, sobre la sin razón de ese suelo de cemento, que en los sudores del verano quemaba sus suelas de caucho barato. “¿Cómo será volar? Así no me quemarían los pies y aquella dama no arrastraría sus panflitatas y demoraría menos. Obvias son las razones”.
Se hallaba detenido, pensando, bajo un farol que le quemaba su cabellera. “Antes el sol y ahora esto, ¡Bah!”. Dio un paso más hacia la esquina. “Bien, solo dos pasos más”.
Quiso avanzar los últimos pasos, pero su bastón se volcó contra su dueño, contra esos que esa vieja arrastraba. Una exclamación poco sonora, pero cargada de ira, se escuchó en esa calle vacía.
Pasó un auto, quizá rojo, quizá blanco, quizá morado, quizá amarillo, quizá es de quizá, pero no lo sabría, quizá nunca. No sabía que era el color.
El foco del auto (El que era claramente un auto por el sonido de su motor y el olor del tubo de escape) lo abrigó. Una canción que daba tonos, así como Pun Tan Pun Pun Tan, acompañó los saltitos que dio el caminador en su lugar y las palabrotas que lanzó para herir al inerte bastón, el que lloraría si hubiera escuchado esas palabras. Quizás si los escuchó, pero se puede tratar de un bastón sin cuerdas vocales, o sin manos ni piernas que hagan notar el quiebre de su orgullo, nunca se acurrucaba para poder darse lastima, aunque a veces el hombre sentía que las caminatas se apresuraban por culpa de ese bastón, “Se mueve por sí mismo este desgraciado” se decía cuando esto pasaba, lo cual era la mayoría de las veces ¿Caminaba, el caminador, por sí mismo o algo es lo que lo empuja? ¿El bastón lo controla? Eso parecía, como ya se dijo, la mayor parte de las veces. El bastón definía su realidad, él era su prejuicio y su juicio, cuando no lo era su tacto, él era la verdad. “Ah, las incoherencias” protestaba. Pero de algo estaba seguro, no tenía ojos que expresaran su triste llanto silencioso, nunca se los había punzado como a la mayoría de los seres que conocía. Sin embargo, de algo estaba más seguro, ¿De que servía sentir si nada puedes hacer para hacer ver que sientes? “Bastón inútil” no le importó lo que podría, posiblemente, sentir o pensar de él, el bastón.
Se calmó y el auto siguió su camino, para perderse en la niebla, en el humo noctámbulo.
Se irguió y caminó los 2 pasos faltantes. Llegó a lo que creía la esquina. Levantó el apoyo y giró sobre si mismo. El bastón fue a dar con la esquina de una casa y cayó al piso resonando un triangulo orquestal. No le dio gran importancia, no era primera vez, de joven, mucho más joven que ahora (Cuando se avergonzaba de ese palito amigable) ,era un acto habitual. “Se me ha caído” miró con la vista perdida, ciega en su celeste. “¿Por qué habré venido aquí? Es solo una esquina en medio del escarnio del día. Supongo que el bastón me ha traído, como siempre, pero se me cayó…” quedo inconcluso. No supo que pensar, solo sabia que le picaban los ojos y que debía voltear para volver a su hogar, era tarde.
Finalmente resolvió en agacharse y tomar el bastón. Las rodillas le hicieron ¡Clack! Y un quejido suave brotó de sus labios. Palpó el suelo, sintiendo todas las verdades que se le presentaban, pero ninguna le bastaba, quería su bastón, devuelta en su tacto. Palpó y arrastraba los pies schis schis tal como esa viejipirikara. Finalmente, movió un bulto que sonaba tal como una campanilla pequeña, no cabía duda, era el bastón. “Bastón ungido por mi divina alma, alma que por poco has suplantado, te he encontrado” celebró. 
Se levantó, feliz por la recuperación, y se quedo quieto: Le picaban los ojos. ”Pican mis ojos como por arte de los grillos del anochecer. Dios, como pican”. La desesperación se volvió parte de él. La desesperación era de esas cosas que carecía del principio de imagen, por lo que él la sentía tan fuerte como aquellos que no eran como él. Tenía el pensamiento, la arrolladora idea.
Se rascaba y rascaba como por una enfermedad, la enfermedad de la picazón ocular.
Dejó caer el bastón, de nuevo, no le importó, esta vez menos que la anterior, poco no es igual a nada.
Los ojos le picaban. Se lanzó al piso, a un costado de su muerto bastón. Se continuaba rascando los ojos. Solo sentía una bruma, no había destellos.
Ahí estaba, acostado, retorciéndose en el suelo con la idea de que sus ojos sangraban.

Fue de la nada, como un bup que no se escuchó, si no que se ideó, que un centelleo nació en sus ojos. No lo supo describir, para él solo era algo que irrumpía en su algo. Nunca había visto nada más que la nada infinita y, por ende, nada conocía. El mundo se plantó sobre sus ojos. Lo hizo como una espada de metal puro golpeando la nuca de un pecador. Era el todo prestándose a alguien que siempre vio la nada. La idea versus la sensación. No pudo describir el todo. Todo era miedo, asombro, felicidad, tristeza, excitación.
Miró a su alrededor girando sobre sí mismo, estaba mareado y confundido, no supo cual era la esquina a la que quería llegar y en la que estaba.
Cerró los ojos y entendió que estaba justo donde quería estar hace horas. La acera era de alguna cosa y el semáforo le reflejaba otra cosa. La luz del semáforo cambió y semejó a esas cosas que estaban sobre esa cosa que se sentía como la calle, los pies lo palpaban y lo sentían como lo deberían hacer con eso que le habían enseñado como calle. Le molestaba mucho la observación: los ojos le ardían y esos artefactos que se sentían más altos que él, y que ,en efecto, lo eran, lo abrumaban por completo. Miró sus manos y su chaqueta, se sentía hermoso, pero, al verse, solo sintió la nada, no conocía la estética, como se era bello visualmente. Ideó la palabra aguajaqha para definirse.
Clack se oyó detrás de él. “Eso es el corte de un pan recién sacado del horno, no huele como tal, pero es perfecto para acompañar esto que siento”. Sintió, al mismo tiempo que se decía esto, una presión en la espalda.

-	Muy bien, voltearé – dijo feliz.

Vio un semejante a su bastón que reposaba en el suelo, supuso que era metálico. No sabía que cenaba metal. El hombre que sostenía ese largo fierro metálico lo miraba con sus cuencas muy grandes.

-	Dame todo de tu bolsillo – dijo el bandido.
-	¿Qué bolsillo?

El hombre se alteró y acercóse al hombre.
El que caminaba cerró los ojos y llevó sus manos a lo que para él eran los bolsillos. Estaba frío. “¿Por qué no puede estar así por las mañanas?” se dijo.
No llevaba nada ahí aparte de sus manos. Abrió los ojos.

-	No sé qué quieres, amigo – dijo el paseador – no tengo nada en mis bolsillos.

El maleante se acercó más. Al hombre parado le causó gracia verse ahí, reflejado en el arma. No sabía que era él mismo, pero le gustaba, lo hacía sentir como cuando soñaba con el perfume de señoras de restaurantes caros.

-	¿Por qué sonríes, estúpido? – dijo el ladrón.
-	¿Quién es el que está en este fierro?
-	Tú eres y si no me entregas la chaqueta ya no te verás nunca más.

Se asustó, o quizás se emocionó, no sabia que sentía, se veía reflejado en esa arma, era simplemente aguajaqha.

-	¿Ese soy yo?
-	Sí, ¿quieres morir? Entregame tu chaqueta – encañonó al que camina.

El hombre se sacó la chaqueta y la entregó al ladrón. Cambió de opinión a último momento.

-	¿Cómo me piensas matar? – preguntó
-	Con esto - señalando al arma.
-	¿Qué es eso?
-	Dame la chaqueta.
-	Eso me hará dejar de sentir, ¿No?
-	Dámela
-	Yo no quiero eso
-	Dámela o te mato

La entregó, finalmente.
El ladrón comenzó a caminar hacia atrás lentamente. Clok clok se escuchaban sus zapatos. Supo, el paseante, que así se veía eso a lo que llaman caminar.
El hombre quería verse, le urgía verse y definirse como aguajaqha, por lo que se avalanzó hacia el arma exclamando:

-	¡Quiero verme una vez más!
-	¡Te mataré! – contestaba.

Se divisó una vez y sonrió.
Un fuerte ruido hizo saltar a los pájaros y marcó la huida del asaltante. El que camina cayó al suelo de rodillas. No se dijo nada, no pensaba nada. Puso instintivamente la mano en su vientre. La sangre corría como volcán. Se sentía como esa vez que cayó de la escalera y se clavó varias puntas por toda la mano. Era la misma sensación, el mismo olor a desgracia, pero con el espesor de la muerte agregado. Veía borroso. Lo vio todo en tan poco tiempo. Se entristeció no poder disfrutar de esa nueva realidad.
Se desmoronó en el piso y susurró, como hablando en secreto con el asfalto de la calle:
“Voy a sentir el infierno, pero todo lo que veré será celestial, ah, las antítesis de la muerte” “No se puede maldecir a alguien que no conoce lo bendito”.



FIN

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