EL CENTÉSIMO QUINCUAGÉSIMO (Y EL FINAL DE FAWKES)

Cuento

Un gran ¡Boom!, como parido por cañones celestiales, suena unos segundos (0,965 segundos si es que se busca exactitud) antes que uno de los bribones a quienes el putrefacto barco sabor a madera en descomposición mecía (De un lado a otro, lado a lado) despertara.
El olvidable, y poco nombrado, Sigmund Yurusgalav, quién se afirmaba de su desagradable cama tras el temor que provocó un cañonazo de la imaginación, miedo de todo pirata que espera ser amado.

El temblor de mis uñas, quienes llevaban a mis manos como montacargas, cesó en favor de la cama de mimbre una vez que la cordura volvió a mí, dejando atrás el horrible sueño.
A una de mis derechas, mi trabuco se balanceaba de un palo. Llevaba mi apellido de pirata: “Yurusgalav” tallado con la varonil hoja de mi espada cobardica. Ya la gran vigilia me dominaba.
Conté 25.032 camas en toda la habitación. Ayer había contado 1.320 (Suceso que excitó mi curiosidad, pues sabía de antemano que éramos tan solo 150 suicidas en este barco).
En mi campo de visión, y en la habitación en sí, se veían 10 hermanos míos que afilaban sus espadas entre 4 o 5 forzudos (Estos los he contado con tremenda exactitud: Es más fácil contar personas que camastros) que entraban y salían cargando mallas con balas de algún tipo de metal. Yo antes dormía y no entendía el por qué de la movilización del armamento.

-	Siempre hay que estar preparado, mi amigo – Respondió uno de los hombres. Era alto y falto de de camisa. Nunca lo había visto.

¡Prap! Sonó cuando Sigmund zarpó de su litera como un saltarín.
Envainó su espada, la que estaba junto a él como un peluche mientras dormía, y recogió su trabuco, que destilaba una asquerosa negrura. La colocó en su funda, vieja como el mar mismo.
Los pasos de Yurusgalav, quién se dirigía al exterior, se perdían en el griterío pirata.
Salió cuidadosamente entre la multitud, evitando el contacto con los pechos de sus compañeros con mal carácter para no provocar una riña, algo casi cotidiano.
El cielo puro vibraba en compañía del caluroso sol.
Los forzudos depositaban las mallas al costado de los cañones y otro montón de hombres subía y bajaba por las redes de las velas.
Sig se dirigió hacia la proa a un paso lento, aún no se la había asignado ningún quehacer, solo la de su mente, que se extrañaba al pensar: “He dormido como un gavilán en tierra. Nadie me despertó ni el capitán me ha castigado, ¿Aún estaré soñando?”.

Percibía el suave meneo del barco mientras caminaba, el mar no estaba bravo.

-	¡Desgraciado! – Bramó uno de los 2 que estaban sentados sobre los barriles jugando a las cartas.
-	Tus dosis de vino son mías durante una semana – respondió el otro entre risas.

Yo solo escuchaba. Nunca se mira a los marineros.
Ya en proa, en la punta de esta celda, vi a Zilen, el único hombre con quién he conectado amigablemente en estos 8 meses y 4 días (Dato rígido debido a mi estricto régimen de cuentas) en pleno alma de la mar.

-	Pasame aquel trapo, Sigmund – Me dijo Zilen desde la punta de la sirena que guía al barco entre las tinieblas.

Miré para todos lados. No encontré nada.

-	¡A tu izquierda, imbécil! – Me hirió Zilen.

Miré a mis dos izquierdas y, finalmente, encontré el trapo, era majestuosamente blanco. Estaba justo encima de un barril de ron que habíamos robado de una de las tantas fragatas españolas que uno se ha encontrado. No sé por qué este barril estaba aquí, a plena tonta luz.

-	¿No te han dado nada que hacer, sig? – preguntó mientras comenzaba a limpiar- ¿O ya terminaste?
-	Acabo de despertar, nadie lo ha hecho por mí.
-	¿Entonces no te han dado nada? Este paño limpia como un toro. Perfecto para mi sirena, ay, tanto que la ensucian.
-	Así es, no he visto al capitán en todo mi paseo. No sé en qué me necesitan.
-	Ve a pedirle las ordenes al capitán, bribón, si no quieres que te pateemos por la tabla hasta que te sumerjas en el horror del océano – Dijo uno que escuchaba la conversación mientras limpiaba los cañones.
-	Yo le haría caso – me dijo Zilen acariciando fantásticamente a la ninfa - ¡Te dejaré reluciente!

Así, pues, el Sigmund Yurusgalav, obedeció a su amigo y al alcohólico.
Iba, Sig, a un paso acelerado hacia la caste del capitán, cuando, durante su carrera, un grito grave y gastado surge de las redes.

-	¡Este es el sabor de la tormenta, mirad arriba, esto será tormenta!

Esta vez miré hacia el gritador.
El centelleo del sol me entrecerró los ojos, pero pude ver al hombre: Agarrado con una mano de la red y con la otra levantando el dedo, apuntando al cielo. Estaba sucio y barbudo, como todos en ese barco.

-	¡Esta sensación a tormenta nos condena! – Dijo.
-	¡Y vaya exquisito sabor que tiene! – le respondió otro chupándose un dedo tras levantarlo al viento. Todos ríen-
-	¡Creedme, soy tan viejo como vuestros ropajes!
-	¡Pues mi camisa la compré hace un año! – dice otro.
-	¡Creedme!
-	¡Basta, no horrorices a la tripulación con tu locura, viejo borracho! – Exclamó el hombre al timón - ¡Llamaré al capitán!
-	¡Haz lo que quieras, gaznápiro! – replicó burlesco.

La pelea continuó entre insultos, descalificaciones y amenazas de muerte. Yo continué a mi encuentro con el capitán.

Cuando llegué no había ningún vulgar custodiando la puerta, acción que era menester en esta flota.
Chirrr sonó la puerta cuando la abrí después de llamar 5 veces sin resultado.
Las ventanas estaban tapadas y exageradamente oscuro.
4 velas iluminaban 2 siluetas en el fondo, velas que bailaban al son de los susurros de ambas sombras. No hubo perturbación con mi entrada.
Chirrr sonó nuevamente al cerrarse la puerta.

-	Capitán, he dormido gran parte del día y, aunque no es excusa, no he aportado en nada al funcionamiento del barco. He venido para que me asigne y, así, no ser expulsado por la borde, ya me han amenazado. – dijo Sigmund seriamente. – “yo también lo haría” – pensó.

La sombra que presumía una túnica levantó la cabeza, sin embargo, la otra seguía con su frente pegada al piso. Los susurros cesaron para luego reanudarse de una forma más inteligible.
El pirata oía una especie de oración en latín que parecía provenir del de túnica. Sigmund no sabia latín, aún así, entendía que trataba se de una especie de ritual católico.
Sig se mantuvo mirando la escena: Una sombra recitando y la otra tambaleándose con su cabeza en el suelo, arrepintiéndose.

-	Reza por los malnacidos – dijo, al fin, el hombre de túnica refiriéndose al bulto del suelo.
-	Rezo por los malnacidos – repitió este.
-	¿Quiénes son ellos? – preguntó el pirata.
-	¿Quiénes crees, tú, que son? – replicó con voz temblorosa el del suelo.
-	¿Es usted mi capitán?

El hombre se levantó lentamente y se volteó hacia Sigmund y, en efecto, era el capitán. Blanco como una pluma de Albatros y, arrastrando las botas, se acercó al pirata:

-	Somos piratas, estamos malditos – le tartamudeó el capitán 
-	No me gustaría clasificarme así, señor – respondió Sig.
-	¿Eso crees? – dijo retrocediendo, el capitán.
-	Sí.
-	¡Pues yo estoy maldito! – gritó al mismo tiempo que lanzó una de las velas al suelo, incendiando una parte de la habitación - ¡Maldito, maldito! – repitió - ¡Ahora ve afuera y evita que todos muramos!

Pronunciado esto, el capitán abrió la puerta y expulsó a Sig hacia el exterior, donde aún seguían batallando por los dichos del viejo que colgaba. ¡Plash! Se cerró la puerta. Esta vez no chirrió helando la sangre. Sigmund Yurusgalav miró hacia atrás desesperado, pero no vió indicios de un incendio.

-	¡Bobo!
-	¡Borracho!
-	¡Silencio, vosotros no habéis vivido nada!

Los gritos lo ensordecían mientras caminaba a contar a Zilen lo acontecido.

Recorrí, de nuevo, todo el barco para el encuentro. El viento había comenzado a perturbar la vela. El cielo seguía inmaculado.
Para mi sorpresa, mi amigo, ya no estaba sentado sobre la bella ninfa y ese blanco trapo estaba descansando en el suelo.

-	¡Creedme, señores, hacedlo!

Llegué a la entrada de la habitación, donde dormíamos aquellos 150. Presumía que se podría encontrar allí.
Bajando por la escalerilla, no pude evitar notar el temple gris de aquellas nubes encoleradas, cualquiera podría predecir lo que podría pasar. En el barco (En la cubierta para ser exactos) estaban todos locos , locura que incrementó con el cambio del descolorido celeste.

-	¿Qué ha dicho el capitán, Sig? – me preguntó mi amigo que, en efecto, estaba en la habitación. Estaba limpiando su trabuco - ¿Limpio el tuyo?

Me acerqué a él para no causar pánico con mis palabras, ya que había un hombrecillo cerca de la litera de Zil. Más tarde se iría.

-	Está loco el capitán, la locura lo enterró como nuestras balas en los casquillos españoles – susurré.
-	¿Qué ha dicho?

Narré todo lo ocurrido con lujo de detalle, como un juglar lo haría con las epicidades.

-	¿Cómo entraste a su casucha?
-	No había nadie custodiando como de costumbre, y no quería ser echado por la borda al no serle útil a la tripulación.
-	¿Seguro que o que te dijo no es producto de uno de sus ataques de borrachera?

A Zilen no le faltaba razón, pues era un suceder muy cotidiano, sin embargo, yo sabía que lo ocurrido dentro de la caseta era lo suficiente raro como para no ser producto de venas alcoholizadas.

-	¿Qué crees que sepa el capitán, pues? – me preguntó - ¿Qué le ocurrió?
-	Lo único que supongo es que el capitán pudo ser testigo de cualquier expresión de algún mal augurio que lo hizo perder la cabeza completamente. Es uno de los hombres más supersticiosos que haya conocido jamás.
-	Sea lo que sea, el barco esta completamente a la deriva con el capitán en aquel estado y si nos atacan… - dejó inconcluso, Zil.
-	Estamos en medio de la nada , estoy seguro de que para que algún enemigo nos encuentre pasaran meses, como la primera flota española que atracamos, que fue nuestro primer avistamiento en 3 meses – respondí.
-	Espero que esos meses sean suficientes para que sane el capitán.

La habitación de camarotes estaba vacía, a excepción de los dos que, con sus habladurías y las literas de mimbre, rescataban a la ausencia de avivarse como candelabro. 
Esto hasta que un tuerto, tan joven como Sig (Quién gozaba de la espléndida cantidad de 36 años) descendió de un salto, desde cubierta hasta la sala. La habitación retumbó roncamente.

-	¡El viejo loco tenía razón! – dijo apenas tocó suelo, el tuerto. - ¡Los necesitamos arriba con el resto!

Los dos hombres se levantaron de un salto y se dispusieron a seguir al tercero. “Si el viejo no está tan loco, dudo que el capitán lo esté.” Reflexionó Sigmund Yursugalav. “Aun así, espero que no sea contagioso, como la sífilis”.
Subieron a cubierta, Sig y Zil, guiados por el tuertecillo, el que era muy ágil.

-	¡Os lo he dicho! – gritó el aún colgado.

La marea estaba agresiva y no lo habían notado, ambos, durante su breve charla. El cielo estaba gris y el viento elevaba las cosas mas livianas. No llovía, pero toda la tripulación estaba mojada por el licor de azur.
El barco se mecía implacable y todos corrían desesperados.

-	¡Mirad mi dedo, chicos! – gritó el viejo.

Apenas había salido a cubierta con Zilen tras nuestra llamada, cuando hice caso al viejo no-loco. Apuntaba con su dedo a una majestuosa masa que cubría toda la línea del horizonte, justo frente al barco. Estaba lejos y oscurecido, pero cubría todo el mar. Era la muerte, como la parca del pirata, tan majestuoso como horripilante. Era un final inesquivable.

-	¡Tsunami! – se oyó desde el timón - ¡llamen al capitán!

Se acercaba tan rápido como un ave de presa, esa ola era el halcón. Oh, tan rápido como el temblor de mi corazón que se agarraba ,firmemente, a mi garganta.
Miré a Zil: Tenía ojos de hombre enfermo, como los de un condenado, tal como los debí tener yo. Supongo que eso éramos.

-	Esa ola piramidesca tiene 360 metros – Tritó Zil – Hemos muerto, amigo mío… el final.

Supongo que tenía razón.
Estaba todo alocado y el movimiento feroz del barco rompía todo lo bello, si es que alguna vez lo hubo. El barril de Ginebra se halló perdido en el triste mar, ahora totalmente furioso.

-	Siempre pensé que me mataría un soldado tembloroso y orinado, ¡pero no, lo hará el mar! – se lamentaba el viejo que se había elevado hasta la punta de la asta. - ¡Esto no puede ser, no lo voy a permitir! ¡Tanto que he peleado contra ti, bobo mar, no me ganarás nunca! –gritó abriendo los brazos formando una cruz de carne - ¡Moriré por mis propios medios, Graciela, tal como te lo prometí! ¡Allá donde estes nos veremos, amor mío! ¡Allá va tu Fawkes!

Terminado su discurso, Fawkes (O el viejo no completamente loco), se lanzó al mar, sin antes golpear, brutalmente, su calva cabeza con el borde del barco.
Descansó mecido en el poema del amplio océano.

-	¡El capitán no se digna a abandonar su casa, señor! – alguien se dirigió al hombre del timón.
-	¡Que dios nos ampare, pues! – respondió.

Todos corrían mientras uno gritaba: “¡Resguárdense!”
Nadie sabia lo que hacía. Yo tampoco. Zil ya no estaba a mi lado. Permanecí quieto (Lo mejor que se puede durante un momento de pánico), sabía que era imposible evitar esa ola cuyos 360 metros ya iban notándose.
Bump, Bump, Bump Mi corazón gemía queriendo golpear el brioso viento. “1…2…3” contaba, yo, los segundos que demoraba en dar mi último suspiro.
Todos chocaban con mi pecho, pero nadie sentía ira. Caí sentado en las maderas musgosas debido al bailoteo del oleaje. Comenzaron la lluvia y los relámpagos que manchaban nuestro islote. Las velas cayeron tan lentas como las plumas que no habían en las almohadas de las literas.

-	¡Ayuda! – corearon 4 o 3 bribones cuyas piernas habían sido atrapadas por el palo central. Nadie ayudó.

En medio de la batahola el ¡Chirrr! De la puerta capitanesca sonó. El de túnica y el petizo capitán, tan blanco como durante la visita, pisaron la cubierta. Sus ojos asemejaron al destrozo viril de la brillante (u opaca) tormenta.

-	¡Capitán! – avisé.

Solo el del timón me escuchó, quién siempre se había caracterizado por sus nervios imperturbables.

-	¡Es el capitán! – alegró el timón - ¿Qué hacemos, señor?

Tras ese grito del maniobrista del timón, los hombres que aún residían en cubierta se amontonaron cerca del capitán. Éramos cerca de 38 seres asustados los que nos refugiamos en la circunferencia del capitán.

-	¡Señores! -  dijo.
-	¡Si mi capitán! - coreamos.
-	¡El diablo se me ha acercado el mismo día de hoy, vestido como el todo poderoso dios! ¡Me ha engañado como a un perro con su carroña, como a un pobre seducido por el vino! ¡Me rehúso a morir por los actos de satanás! ¡Esa ola lleva inscrita su nombre! – dice, comenzando a cargar su arma - ¡Os pido el máximo perdón, os he condenado a todos y no cabe en mí la culpa de morir por la mano del maligno! ¡Que esta arma haga que Dios me juzgue de nuevo, rezo por no arder como un vendido de alma! ¡Aquí os dejo, a vosotros, en este infierno de la tierra, y que dios los bendiga, que a mi ya me ha abandonado!

Acto seguido, el capitán, encañonó al cura con su arma y disparó, tal como lo haría, después, consigo mismo.

-	¡Adiós! ¡Y sabed que fuisteis la hueste de un condenado! ¡Todos estamos malditos! – pronunció antes de dispararse, el capitán.

“Es el día de los suicidios”, pensé.
Todos quedamos petrificados, a excepción de 6 que abandonaron la formación para tomar resguardo.
“121…122…123” contaba cuando, confundidos, nos giramos todos, para ver los 360 metros sobre nuestras cabezas. Se oscureció todo el barco de una forma sepulcral. Se podría decir que mis uñas acariciaron la sal de ese monstruo.

Estrellas brillando en el devenir.
Auroras cubriéndome con su perfume como una manta de recién nacido. Olor a una hueste de rosales con tacto de oso polar taciturno.
Corceles suenan, como campanas, en los más verdes prados y cielos de melancolía rellenan los espacios que dejaba el tiempo, la sequía en las cárceles del hambriento.
“Demasiado santo para estar en vigilia” pensé.
Un puntapié en las costillas me abrió los ojos llenos de cólera. “Malnacidos”, me dije.
Un francés se erguía sobre mí apoyado en la puerta del calabozo. Las rejas estaban oxidadas, las paredes y el suelo en el que estaba esclavizado eran de madera oscura. Era el aspecto de un buque real. Un leve movimiento de la marea me incitó a seguir durmiendo. Otro puntapié vino, estaba vez en la dentadura.

-	Levanta, enfoiré. – me dijo el francés con un acento, valga la redundancia, muy francés – Te quieren en cubierta, se aburre la tropa. – Riendo – Quieren lo mismo de los últimos días.

El francés, dicho esto, se fue, haciendo resonar sus tacones.
Me levanté entre los bultos que eran mis compañeros de celda con la ayuda de la rejilla, que estaba abierta. Estaban mis pantalones rasgados como prenda única.
Me acerqué a un baúl que se encontraba justo afuera de la celda sin olvidar de cerrar la puerta, no quería una bala en mi hígado. Me desvestí y vestí con un traje ridículo y encaminé hacia cubierta. “Zilen está en la morgue del fondo oceánico con una bala en su ojo, no quiero lo mismo” dije mientras subía por todas las plantas hasta la cubierta, estaba en la última, donde meten a todos los poco suertudos que sobreviven a un atraco.

-	¡Ha llegado! - escuché cuando llegué a proa, donde estaban todos reunidos. No había ninfa en el extremo del barco, algo que notaba su falta de gallardía y botín.
-	¿Qué nos traes? – preguntó un francés muy francés en tono festivo.

Mire hacia atrás: Un guardia me apuntaba con su fusil. Si no actuaba moría. No valía la pena seguir caminando hacia el espectáculo, pero me asustaba la muerte. He sido muy malo.
Recordé la mañana post tormenta en que estos franceses, con su bandera flameando en lo alto de su barco exquisito, pero poco valeroso, aprovecharon la situación en que nos había dejado la gran ola varias horas antes para saquearnos. No habíamos quedado en total ruinas.
Mis manos gritaban vesania, pero nadie les tomo atención, ya que mi acto había comenzado:

-	¡Prrp! ¡Brrup! ¡Uraap! – Dije mientras saltaba y serpenteaba - ¡Un galeón y un lelán! – los cascabeles de mis zapatos acompañaban mis movimientos de fiesta.

Todos reían, incluso el guardia del fusil, quién quizá reiría igual si clavara una bala de su largo cañón en mi nuca. A todos les excitaba mi muerte.

Todos reían.
Todos ríen.






FIN

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